Si la vida cotidiana habla de la Historia, el fotógrafo francés se ocupó de los detalles para mostrar el mundo
por Daniela Pasik
Es considerado uno de los fotógrafos más destacados del siglo XX y prócer vivo del fotoperiodismo. También hace documentales, y en pantalla grande, transita una línea casi imperceptible que junta, pero a la vez diferencia, el cine de la fotografía, lo histórico de lo narrativo. Además es escritor y, sin duda, una figura absoluta de las artes visuales. Pero sobre todas las cosas, el francés Raymond Depardon es alguien que tiene la capacidad de ver lo hermoso en medio de lo horrible. Sin edulcorar, sólo con su ojo mágico y el click certero.
Es que la vida cotidiana sigue aunque todo se rompa en pedazos. Eso está a la vista.
Entre la granja familiar en la que creció en la década del 50 hasta la actualidad, y en los más diversos rincones del planeta, Depardon mira las cosas desde la curiosidad. No da nada por sentado y así resulta su trabajo. Colorido, pero sin perder de vista lo gris. Inocente, aunque sin negar por eso realidad. “Como un niño que ve las cosas por primera vez”, dijo en su breve paso por la Argentina, cuando vino a principios de junio a brindar una masterclass y a presentar Un momento tan dulce y Francia, las dos muestras suyas que se exhiben en el Centro Cultural Recoleta.
Aunque fue su quinta visita, esta es la primera vez que Depardon expone su trabajo en la Argentina. En sus recorridas por el planeta disparó su cámara en Buenos Aires y en Río Gallegos y esas imágenes se pueden ver en Un momento tan dulce, donde recopila lo que llama “fotos libres”, que sacó mayormente durante sus viajes de trabajo, pero fuera del tema que estuviera trabajando: la mayoría son inéditas. Y resultan casi como un paseo por su vida y obra sin ser, aclaró incontables veces, una retrospectiva. Para Francia trabajó con una cámara de gran formato, de 20 X 25, y construye en esas fotos un retrato de lo que pocos ven de su país.
Chile. Campamento base Che Guevara, sur de Santiago. / Raymond Depardon |
Así como las palabras y la imagen se entretejen en sus libros, en las dos muestras, ubicadas una al lado de la otra, continuadas aunque separadas, Depardon narra visual y textualmente. En carteles explicativos acomodados estratégica y caprichosamente, cuenta las historias de algunas fotos, ideas que tenía en ese momento, retazos de su memoria. También recrea su vida y cómo fue la construcción de ambos trabajos.
“El color lo acompañaría en los grandes reportajes fundadores, cuestionando al ser humano y construyendo su visión en esa búsqueda de la distancia adecuada con el tema, entre verdad emocional y experiencia de lo real. De la fotografía hace un acto político del pensamiento”, explica el curador de ambas muestras, Hervé Chandès, director de la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo de París.
Depardon nació en 1942 y a los doce años comenzó a fotografiar la granja en la que vivía con su familia en Garet, cerca de Lyon. Y ahí está desparramada su infancia, con un autorretrato que parece un cuadro barroco por los claroscuros que resaltan sus cachetes rosados, su madre cocinando, perros, patos. Es el germen de lo que después fue su marca: escenas de vida que cualquiera podría capturar, pero que nadie hizo. Momentos dulces, un color que llegó desde el inicio.
“En 1958 me fui a la capital, a París, tenía dieciséis años. Fui aprendiz de un fotógrafo, hacíamos reportajes”, cuenta Depardon desde un cartel y se lo puede ver en su pequeña moto, repleto de adolescencia, un niño-hombre que con desenfado retrató en 1959 a Edith Piaf, a color, al natural absoluto, con brillo de sudor en la piel. “La gente me miraba sin duda porque yo era muy joven. Yo me ponía de frente, sencillamente”, dice sin excusarse.
Y entonces se extienden los brazos del pulpo, todos esos retratos que hizo mientras viajaba con la agencia Dalmas, al principio; desde 1966 con Gamma, que cofundó, y desde 1978 en la célebre Magnum. Más allá del registro de la actualidad, miró y muestra a través de situaciones cotidianas a lo largo de las décadas, Marruecos, Etiopía, el Sahara, la República de Rodhesia, Perú después de un terremoto, refugiados de Argelia, Chile, elecciones presidenciales en Estados Unidos, los años 70, 80, 90, mujeres, niños, hombres, colores estridentes, caras, vivas, tan presentes que aunque nadie sepa dónde están hoy quedaron en sus imágenes, con sus sentimientos de alegría, preocupación, distraídas, concentradas.
Las fotos de la Argentina son de 2012. En Buenos Aires están marcadas por el rojo, siempre con gente en movimiento, en el microcentro, de espaldas, al paso. En Río Gallegos captura un momento, lo cuenta así: “Acabo de pasar una hora en la esquina de esa calle. Estoy intentando entender quién es esa muchacha con sus cuatro perros. Los peatones no se detienen, ella no me presta atención. Se está calentando al sol, no tiene domicilio. Una amiga se une a ella. No puedo abordarla. No sabré nada de ella. Debo irme antes del mediodía a causa de la luz, dirigirme hacia el norte, donde nadie me espera”.
Las fotos de Glasgow en 1980 resaltan en la muestra, aunque Depardon confiesa que en principio no entendía qué hacía en Escocia. “¿Qué podía fotografiar? ¿A los niños en las calles? ¿A los alcohólicos? ¿El sorprendente decorado urbano?”, se pregunta. Y eso hizo. La infancia lúdica, seria, feliz, triste, aterrada, relajada, perdida, en el centro, en rosa, con el color del globo de un chicle o en el vestido de una nena, en medio de un entorno gris.
En paralelo, está el otro camino que recorrió Depardon, en Francia, un proyecto que comenzó en 2004 y en donde, según explica su curador, el artista se puso a pensar el color que siempre había estado en su obra, y el fotógrafo -desde un texto en la pared- confirma: “Surgió como algo evidente”. Esta parte de la muestra es un retrato de su lugar del mapa, en su totalidad, armado con trabajos que hizo para revistas y para DATAR (“Délégation interministérielle à l’aménagement du territoire et à l’attractivité régionale”), un observatorio del paisaje de su país en los años 80.
“Cuando me propuse fotografiar Francia supe que había que hacerlo de otro modo: no ir al encuentro de la gente con mi Leica sino reencontrar ese camino que va de la casa a la escuela, a la tabaquería, estacionarme en algún sitio, esperar, no mucho tiempo e irme”, explica Depardon en su texto. Y ahí está la enormidad, sin orden cronológico, tan detallada y realista que resulta inverosímil.
La muestra, toda, en sus dos partes, es como un paseo con el viejo fotógrafo con alma de niño, que cada tanto le charla al oído del visitante, que a cada paso se queda hipnotizado frente a su visión del mundo. © Clarín
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