Viajero incansable y solitario, especialista en captar y revelar la esencia del ser humano en situaciones aparentemente anodinas, llegó a Buenos Aires para dar una charla y presentar en el Centro Cultural Recoleta tres de sus documentales y dos muestras con casi 200 fotos tomadas en Francia, Etiopía, Argentina y otros lugares del mundo durante más de 50 años de trayectoria
Por Paulo Pécora
Quizá uno de los rasgos más salientes de su trabajo sea la reflexión sobre una posible ética de la imagen, especialmente al tomar siempre una distancia respetuosa de las situaciones o personas que registra, eludiendo lo espectacular y señalando en cambio aquello que hay de humano en lo cotidiano y late oculto en escenas que para muchos podrían resultar insignificantes.
Esa sencillez de mirada (que está en los temas tratados, los encuadres y la elección de una lente "normal" de 50 mm) se imprime tanto en sus fotos como en los fotogramas de sus documentales.
"Soy un caso particular. Por lo general los fotógrafos se convierten en cineastas, pero a mi me gusta el ida y vuelta. Me renueva. Soy fotógrafo profesional y cineasta amateur. Vivo más de la fotografía, mientras que el cine es una joya preciada", se definió.
"En ese sentido, creo que hay que ser siempre un poco amateur para no hacer las cosas forzadas", agregó Depardon en una entrevista con Télam justo en el espacio central de la sala Cronopios del Recoleta, donde hasta el 20 de agosto próximo se podrá apreciar una dimensión más diversa de su talento fotográfico, con las muestras "Francia" (un retrato de su país y su gente hecho con una cámara de gran formato de 20x25 mm) y "Un momento tan dulce" (su registro de otros pueblos del mundo, su idiosincracia y costumbres).
Además, esta tarde a las 17, en la misma sala, ofrecerá una clase magistral pública en la que los asistentes (las entradas se pueden retirar en el Recoleta desde las 15) podrán escucharlo hablar de sus experiencias en sus continuos viajes con la fotografía y el cine documental, sus técnicas de trabajo, sus concepciones fotográficas y su peculiar búsqueda del color.
Este evento que cuenta con el apoyo de Magnum Photo París, el Instituto Francés de Argentina, la Embajada Francesa y la Alianza Francesa de Buenos Aires, se completa con la exhibición de tres de sus películas: "La vida moderna" (7 y 28 de junio, a las 20), "Journal de France" (14 de junio y 5 de julio, a las 20) y "Les Habitants" (21 de junio y 12 de julio, a las 20), en las que retrata vida, deseos y preocupaciones íntimas de los pobladores de la Francia profunda.
Télam: ¿Cómo hace para combinar su rol de fotógrafo con el de cineasta?
Raymond Depardon: Hoy el cine es algo que se acercó a la vida, mientras que la foto sigue siendo algo más mental. En mi trabajo, la fotografía y el documental se alían bastante bien y mucho se lo debo al periodismo, que me enseñó a perder inhibiciones. Tanto en el cine como en la foto, hacer una toma puede convertirse en un combate de box: Te vas moviendo de un lado al otro hasta que encontrás el momento y ¡paf! ¡Sacaste la foto! El cine me enseñó a pensar. Yo creía que cuando filmaba me tenía que acercar y descubrí que es al contrario: Hay que alejarse.
T: Todo su trabajo se caracteriza por una respetuosa distancia entre su lente y las personas que retrata. ¿Cómo establece cuál es la distancia justa para hacer su trabajo?
RD: Es difícil conocer la propia distancia. En Magnum –la agencia donde trabaja- soy un poco la excepción porque me inicié en la crónica policial. Hay fotógrafos como William Klein que si no estaba a un metro de la gente no fotografiaba. Y otros como Cartier Bresson que lo hacía a cuatro o cinco metros. Yo creo que hay una relación entre la distancia y el amor por el prójimo. Y como a Bresson, a mi me gusta estar un poco más alejado. Quizás eso venga de mi infancia. Mi padre nació el mismo año que el director japonés Yasujiro Ozu, personas tiernas y obsesionadas por el clima y las cosechas. Soy un heredero de esa gente.
T: Si bien se reconoce cercano a compatriotas suyos como Chris Marker, Jean Rouch o Eric Rohmer, es cierto que en sus fotos se asiste a un encuadre muy parecido al de los filmes de Ozu. ¿Lo había notado?
RD: ¡Claro! "La vida moderna" es mi película más Ozu, porque es una película sobre mi padre y mi familia. Son personas que siempre están buscando un nuevo proyecto, están como en gestación permanente, de mal humor, muy ensimismados. Tienen en común con un fotógrafo o un documentalista que se enfrentan todo el tiempo con lo real, y lo real no es fácil, es muy desconcertante.
T: ¿Por qué en cine elige trabajar con pocos planos, casi como si fueran tomas fijas?
RD: Tengo la impresión de estar en la búsqueda de algo que es un poco difícil de captar. Hay que intentar hacerlo con pocos planos, sobre todo para captar las sensaciones que giran alrededor de cosas que son casi invisibles. En una de mis últimas películas en un hospital psiquiátrico el mejor plano que hice fue en el final. De golpe apareció una mujer que empezó a avanzar directo hacia mi y la suerte quiso que llegara a un metro de distancia de la cámara y me agradeciera por el café que uno de mis asistentes le había dado. Después se fue, como si supiera por qué lugar del plano debía salir. Ese es el cine, y ahí surge lo natural, porque esa toma no se puede hacer dos veces.
T: ¿Cuál es la clave para que eso "natural" surja de lugares o momentos inesperados?
RD: Para ser un buen fotógrafo hay que saber pasar desapercibido. En ese sentido, en la calle a mi me gusta ser un perfecto biombo o convertirme en un perchero. Me gusta desaparecer y no molestar a nadie. Y para eso hay reglas: vestirse de manera discreta, no hablar mucho con la gente ni mirarla demasiado a los ojos. Por eso los grandes fotógrafos hacen instantáneas. Hay que ir mas rápido que la mirada y sacar la foto antes de que se den cuenta que estas ahí.
T: ¿Qué valor otorga a los viajes o al hecho mismo de estar en permanente trance?
RD: Como persona los viajes me hacen muy bien. Es raro, porque soy muy casero y no hablo otros idiomas, pero cuando viajo estoy solo, y me gusta la soledad. A veces es un poco pesado, pero esa soledad hace bien porque uno conoce gente. Creo que los primeros viajeros al África estaban muy solos y fueron muy atrevidos. Es una buena lección de humildad. Creo que el viaje forma la vejez. Y eso me permitió volver a Francia para fotografiar mi tierra natal y retratar a mi gente. Télam
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