Por Hernán Carbonel | Salto (Buenos Aires)
Kurt Wallander tiene 42 años y es jefe de Policía en la ciudad de Ystad, una campiña sureña de la Escania sueca, un lugar donde son habituales la lluvia, el viento helado, las nevadas, la niebla y el aguanieve.
Su esposa lo ha abandonado hace apenas unos meses; está enamorado de una señora casada y en sueños tiene un affaire erótico con una mujer de color. Ha comenzado a beber en demasía y la barriga le crece más de lo debido. Su hija, a la que nunca ve, está a punto de irse a estudiar a Estocolmo a convivir con un africano. Su padre tiene principio de demencia senil y hace décadas pinta, una y otra vez, el mismo cuadro. Presa del insomnio, el exceso de trabajo y sus incertidumbres personales, Wallander apenas si duerme unas pocas horas por noche.
El caso al que se enfrenta es el más intenso de toda su carrera como policía: el doble asesinato de un matrimonio de granjeros en Lenarp y el consecuente rebrote xenófobo de una comunidad extremadamente sensible a las políticas migratorias del país.
Como queda evidenciado, no es una situación cómoda la de Wallander. Por lo que parece, no es fácil ser jefe de Policía en Suecia.
Son esas las circunstancias que le tocan vivir al personaje en Asesinos sin rostro, la primera novela escrita por Henning Mankell de la saga Kurt Wallander, editada en castellano en 1991 en la Colección Andanzas de Tusquets. Si bien Mankell es dramaturgo y autor de narraciones infantiles, entre otras obras, es esta saga la que lo volvió un autor multipremiado y leído por millones en todo el mundo.
La mujer del matrimonio brutalmente asesinado es quien alcanza a balbucear, antes de morir, la palabra “extranjero”. Al trascender la versión en los medios, se desata una especie de cacería humana: alguien dispara y mata a un somalí a orillas de un campo de refugiados, otros incendian una barraca para inmigrantes. Un asesinato se convierte en “una excusa excelente para sacar las armas y empezar a disparar a los refugiados”.
Crece la hostilidad hacia los que llegan al país, africanos y de Europa del Este en su mayoría (recordemos que es principios de la década del ‘90, pos caída del Muro). Prejuicios raciales donde es explícita la idea del otro, la angustia del ciudadano común y corriente frente a lo desconocido. La idiosincrasia de un país donde la gente teme que la molesten: nada más sagrado que sus costumbres.
Final con sabor amargo
Henning Mankell se adelantó al último mojón de la vida humana y prefirió elegir el final antes de que el final eligiese por él. Decidió, entonces, terminar con la historia de su más grande personaje, ya que El hombre inquieto es la última entrega de la serie de novelas protagonizadas por el inefable inspector.
Lo cierto es que no son tiempos fáciles para Kurt Wallander: tiene 60 años, problemas con la diabetes y miedo a envejecer; lleva una relación distante y compleja con su hermana Kristina (evítense aquí comparaciones fáciles con el contexto político nacional), está sin pareja, sufre profundas lagunas en su memoria y le cuesta encontrar un modo de disfrutar de su tiempo libre; se quiebra una mano y lo golpean para robarle; su ex esposa es adicta al alcohol, mientras él recibe la visita de una ex amante, su otrora gran amor, que adolece de una enfermedad terminal.
Lo que mueve el argumento de El hombre inquieto, y pone en acción al ya legendario detective de Ystad, es la desaparición de sus consuegros, Häkan y Louise von Enke, padres de Hans, el marido de Linda; él, ex marino de la armada sueca y capitán de submarinos; ella, profesora de idiomas.
Y es entonces cuando comienzan a darse los cruces, se mezclan y entremezclan Olof Palme (el Primer Ministro sueco asesinado en 1986) y la Guerra Fría, la ex Unión Soviética y los Estados Unidos, la OTAN y la CIA, la República Democrática Alemana y la condición de país neutral de Suecia ante ese contexto político.
Cruces de historias
El drama familiar de los von Henke -que incluye una hija minusválida, recluida e ignorada, y algún que otro secreto de alcoba- queda atrás y se traslada a las sombras de un hecho de principios de la década del ’80: submarinos extranjeros que violan aguas territoriales suecas.
Los argumentos complejos y los oscuros entramados le caen muy bien a Mankell. Estos cruces se dan en El hombre inquieto no sólo en el trazado bélico y político y en las relaciones interpersonales, sino incluso en los rastros de aquella primera novela protagonizada por Kurt Wallander (Asesinos sin rostro): el exceso de trabajo, la soledad, las incertidumbres personales del protagonista; la cita a aquel doble asesinato de un matrimonio de granjeros en Lenarp. Una especie de raconto; volver al inicio para poder hallar el desenlace.
Lo cierto es que, hacia las últimas líneas de la novela, uno se entera de que Mankell -el autor- hace que su personaje -el inspector-, se convierta en su colega: durante casi un año, Wallander se dedicará a redactar -en 212 páginas- los sucesos acontecidos en el caso von Henke; recopila ideas, reconstruye sistemas de información, revisa apuntes: escribe. Da forma a “una especie de testamento de su existencia”.
Y como en las mejores novelas del policial negro, al final sólo queda un sabor amargo: no sólo que el crimen no paga; esta vez, eso se da ante la conciencia de que lo que uno acaba de leer no es el fin de una vida, pero sí la última entrega de una docena de novelas protagonizadas por el inefable inspector Wallander. Porque “el relato de Kurt Wallander termina ahí, irrevocablemente. Los años que le queden por vivir, diez o quizás algunos más, le pertenecen a él, a él y a Linda, a él y a Klara. Y a nadie más”.
Hernán Carbonel - Escritor y periodista. Su último libro es la crónica policial El caso Arroyo dulce.
(lagaceta.com.ar)
Publicar un comentario