Creador decisivo de la escena independiente, Carlos Ianni pone en discusión las difíciles condiciones de la producción teatral y busca revalorizar el valor de la palabra; con Vagamundos reflexiona sobre la cultura hippie
Por Carlos Pacheco
Es un activo buscador de nuevos textos dramáticos. Lleva a escena aquellos que más lo inquietan. Incluye otros en la biblioteca virtual del Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (Celcit), institución de la cual es su director. A Carlos Ianni le siguen apasionando las historias y, sobre todo, otorgarle a la palabra un lugar preponderante dentro del teatro.
No siempre fue así. Formado en artes visuales, codirigió sus primeras producciones escénicas con el destacado artista plástico Guillermo Kuitca. El creador recuerda que esos proyectos eran sumamente experimentales, que ambos intentaban poner pinturas en movimiento y para ello utilizaban actores o bailarines. Ese proceso de búsqueda culminó y él ingresó en una crisis creativa de la que le costó salir.
«Por suerte esa etapa coincidió con la creación del Celcit y ése fue y sigue siendo un espacio de trabajo muy placentero -aclara-. Estuve siete años distanciado de la dirección. Cuando volví lo hice con una preocupación, con una mirada muy atenta en el trabajo del actor sobre el escenario».
Si bien su producción está muy ligada con autores iberoamericanos (Monogamia, de Marco Antonio de la Parra; Cita a ciegas, de Mario Diament; Antígona, de José Watanabe; Riñón de cerdo para el desconsuelo, de Alejandro Ricaño, entre otras) no dejó de lado a creadores de otras nacionalidades. Es muy recordada su puesta de Minetti, de Thomas Bernhard, protagonizada por Juan Carlos Gené.
Es muy atractiva la anécdota que llevó a la dramaturga a producir su texto. Cuando era muy joven llegó a Menorca y se encontró con un grupo de habitantes que se había instalado en la isla en tiempos del hippismo. Ellos habían generado un tipo de habitat muy particular. Como si hubieran necesitado aislarse del mundo real para dar forma a una sociedad que contuviera sus verdaderos anhelos. "Esa es una de las puntas interesantes que tiene la obra -aclara el director-. Hay un personaje que llega a esta isla con todo el bagaje cultural que tenemos, con toda esta idiosincrasia capitalista donde pretendemos resolver todos los problemas con dinero y se encuentra con gente que tiene otra forma de concebir el mundo. Lo interesante es ese contraste."
Una historia que, sin dudas, al creador no le resultó muy difícil de reconocer. Estuvo ligado a aquellos principios generacionalmente. "Sin duda me resonaba mucho -dice-. La autora tiene cuarenta años y escribió esta pieza hace ocho. Obviamente ella conoció Menorca y a esa generación de hippies pero que ya, a esas alturas, tenían poco de eso. Nosotros mamamos esa época. Si bien creo que en la Argentina nos llegaron cosas como el flower power, la ropa de colores, el pelo largo, la barba, esta voluntad de cambiar el mundo estaba muy emparentada también con la lucha política de esos años. Fuimos una generación que creímos que podíamos cambiar el mundo. Después nos la dieron por la cabeza. Para mí este texto tenía muchos puntos de contacto. Sabía de que hablaba, no debía documentarme."
-Explicabas que cuando decidiste volver a dirigir lo hiciste con la intensión de hacer foco en la actuación. ¿Qué cualidades ves hoy en los actores locales?
-En los años 60 el centro del trabajo del actor estuvo puesto en la experimentación de las emociones genuinas. Esto relegó lo que era una característica en las generaciones anteriores: el tratamiento de la palabra. En las generaciones más jóvenes está mucho más agravado. De los años 80 a esta parte hay una revalorización del trabajo del cuerpo y los intérpretes hoy están muy entrenados corporalmente. Lo que nos queda es volver a hacerlos portadores de la palabra.
-¿Crees que el medio actualmente contribuye a valorizar las capacidades de un actor?
-Siempre se habla de la vitalidad del teatro de Buenos Aires, su calidad, la cantidad de salas. Me preocupa esta brutal reducción que se ha hecho al condenar a los espectáculos a hacer una función por semana. Yo conocí aquel teatro independiente que hacía cinco o siete funciones semanales. Este fenómeno, al que creo que nadie le presta demasiada atención, está atentando contra un patrimonio intangible como lo es la calidad de los actores. Ellos se la rebuscan bastante bien. Hacen más de una obra por semana. La verdad es que no hay rentabilidad posible para un espectáculo que hace sólo una función. Hoy tenemos una producción superior a la capacidad de distribución que tienen las salas. Las temporadas se achican. En una sala conviven entre cinco y siete trabajos. ¿Qué aspectos podés investigar en tu labor como actor haciendo una función semanal? ¿Qué investigación interesante podes realizar espacialmente cuando las escenografías tienen que desarmarse en diez o quince minutos y, a veces, no tenés donde guardarlas? También se da una realidad interesante, los actores no quieren hacer más de una función y los asustan las salas grandes. En la década del 80 yo regenteaba primero la sala Planeta, que tenía 250 localidades, y como me quedó chica tomé el teatro Margarita Xirgu, con 500 butacas. Los grupos, por ejemplo, vienen al Celcit y cuando les explicamos que entran 92 espectadores dicen que es un espacio grande. Ciertas encuestas dan cuenta de que hoy tenemos la misma cantidad de público que hace 30 años, cuando sólo había 50 salas. También se dice que ese público hizo o hace teatro. Se habla de un público endogámico. Todos estos aspectos me resultan muy preocupantes.
Vagamundos
Dirigida por Carlos Ianni
Domingos, a las 19.
Celcit, Moreno 431.
La Nación
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