Ngorongoro, último libro del poeta salteño Leopoldo Castilla
por Marcos Rosenzvaig
La lucha filial, encarnizada o silenciosa, se proyecta en el tiempo, como si los padres fuesen un obstáculo, una sombra sin cuerpo. No es el caso de Leopoldo Castilla; iguala en talento a su padre (Manuel J. Castilla) y, hace de su sombra un árbol frondoso en el desierto.
Quien se acerca a los mitos se acerca a la sabiduría, y desde allí, sólo los poetas caminan la oscuridad del vértigo del caracol. Puede tratarse de la puna o de la sabana del África, del entierro de la Pachamama o de un negro senegalés que busca el horizonte con su bastón blanco, con los ojos blancos.
La condición del hombre y sus penas son las mismas, vaya donde se vaya. Atahualpa Yupanqui dejó una cicatriz, de esas que duelen con la humedad el resto de la vida, y Leopoldo Castilla la hizo suya encarnada en paisaje. El paisaje del alma es el que está hecho de nostalgias y sueños, de miedos y aspiraciones, de escenas vividas y escenas presentidas, pensaba Verlaine. Todas esas sensaciones vibran en el libro Ngorongoro del gran poeta salteño Leopoldo Castilla, editado recientemente por la editorial Nudista.
Un libro siempre hace un camino, por lo general pedregoso, y cuando el poeta lo está terminando, el libro reemplaza al hombre quien se va borrando de a poquito.
En ese largo camino por paisajes africanos, Castilla recorre rituales, fiestas vudús, una circuncisión, serpientes que visitan las casas de los hombres, cortejos fúnebres bajo el estruendo y la algarabía de sus deudos. Porque el paisaje no es naturaleza sino cultura proyectada en el mercado de los fetiches, en las lápidas de sal de Timbuctú y en la danza de los hombres y sus difuntos. Una vez al año, los vivos desentierran a sus muertos en Madagascar, les lavan sus huesos y los sientan para que beban y coman. Terminada la fiesta, ellos regresan más jóvenes a sus lechos de tierra y nosotros continuamos la vida, aunque más viejos.
Ngorongoro no es un libro más; es un sitio en el medio del desierto, alumbrado de luna y de un fueguito hecho de leña seca; deviene un amigo entibiando la osamenta, nos hace conscientes de nuestro nomadismo, de lo íntimo y ajeno de nuestra presencia en la tierra. © LA GACETA
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